Chapter 6 No.6

Se sabe cómo empieza el amor. No se sabe absolutamente de dónde nace la simpatía. Es casi imposible darse cuenta de esos lazos delicados y complejos que ligan repentinamente dos corazones y dos inteligencias en ese sentimiento caprichoso. Aunque el atractivo femenino no sea un obstáculo, no es sin embargo indispensable, puesto que la simpatía se encuentra con frecuencia entre personas del mismo sexo y que no asusta a los cabellos blancos.

El acuerdo súbito que se establece entre dos seres hasta entonces desconocidos uno de otro, esa vivacidad de impresiones recíprocas, esa buena inteligencia mutua de las miradas, esa facilidad de expansión y necesidad de confidencia, ?en qué secreta relación de ideas, y gustos, cualidades o defectos debemos buscar la causa sutil? Ignorámoslo; pero ese sentimiento indefinible, ya se habrá comprendido que Juana y Jacobo, después de su conversación confidencial, no tardarían en experimentarlo. Aunque separados en apariencia por abismos, aquel libertino cansado y aquella joven sin mancha se comprendían perfectamente. A pesar de ser tan diferentes, sentían que había en el fondo de sus almas algo que les disponía a las mismas impresiones, a las mismas apreciaciones de las cosas, a las mismas pruebas en la vida, a los mismos goces y a los mismos dolores.

Todos encuentran seres simpáticos, son las buenas fortunas de la vida mundana; en la movilidad y extensión de las relaciones parisienses, no duran con frecuencia más que el espacio de una comida, u otra reunión. Gustan uno de otro, llegan a exaltarse, confíanse sus secretos, llegan casi hasta a amarse, y no vuelven a verse hasta el a?o siguiente.

Hay que empezar de nuevo. Pero entre la se?ora de Maurescamp y Jacobo de Lerne no sucedería lo mismo; pertenecían a la misma sociedad y a las mismas relaciones, y necesariamente tenían que volver en breve tiempo a su conversación suspendida.

A más de eso, el se?or de Lerne, después de haber cavilado dos o tres días, acabó por decirse que él debía una visita a la se?ora de Maurescamp. ?Por qué quería ella casarlo? ?Qué misterio era aquél? En todo caso, era una muestra de interés por su persona que lo obligaba a una demostración de agradecimiento. Por consiguiente, fue una tarde a su casa al azar, a eso de las cinco. Encontrose allí con Monthélin, acomodado cerca del fuego. El se?or de Monthélin, que tenía ya demasiado con la presencia de Toby, se exasperó tanto al ver a de Lerne que perdió su sangre fría ordinaria; persistió contra todas las conveniencias en prolongar indefinidamente su visita, a tal extremo, que de Lerne tuvo que tomar el partido de retirarse el primero, aunque hubiese llegado el último. El se?or de Monthélin no ganó gran cosa, y la excesiva frialdad de Juana, después de la partida de Jacobo, le hizo ver que había cometido una imprudencia, y para repararla, se apresuró como es casi seguro, a cometer otra.

-?Parecéis disgustada conmigo-dijo sonriendo-, porque no he cedido el lugar al se?or de Lerne?

-Naturalmente-contestó la joven-, habíais llegado antes que él, y quedaros cuando él se va es daros unos aires de due?o de casa a los que nada os ha autorizado, según creo.

-Es cierto-contestó-, os pido mil perdones; pero ya sabéis que el sentimiento no razona.

-Hacéis mal. Después de esto, vuestra posición respecto del se?or de Lerne después de vuestro duelo, os impone ciertas atenciones particulares.

-Es justo; pero, ?cómo tener valor para alejarme?

-A propósito-interrumpió la se?ora de Maurescamp-. ?Cuál ha sido el motivo de este duelo? ?Puede saberse?

-?Oh! nada, habladurías.

-?Habladurías? ?Qué habladurías?

-Una palabra hiriente que me refirieron.

-?Ah! ?Qué palabra? ?No queréis decírmela? ?Preferís que yo la adivine?

-?Entonces lo sabéis?-dijo Monthélin.

-Sí, la sé-contestó.

-Qué torpeza, ?eh?

-Pero no... no tanto.

-?Supongo que no será él quien os la ha dicho, al menos?

-Es demasiado caballero para hacerlo-contestó Juana.

Viendo el se?or de Monthélin que el torneo de palabras no era en ventaja suya, volvió a pedir disculpas y se retiró.

En virtud del proverbio persa: ?No te prodigues y te amarán?, las visitas del conde de Lerne eran en general consideradas por las damas como peque?as fiestas por aquéllas que eran favorecidas. La gracia de su persona, su talento, sus habilidades, y aun el tinte un poco vivo de sus costumbres, hacíanlo un personaje particularmente interesante. Fue, pues, para la se?ora de Maurescamp una verdadera contrariedad que en su primera visita hallase en su casa tan poco atractivo, y sobre todo, que se encontrase con Monthélin instalado bajo un pie de intimidad casi comprometedor.

Sin darse cuenta de cómo podría explicarse con el se?or de Lerne sobre un asunto tan delicado, esperó, sin embargo, impaciente el miércoles siguiente, esperando encontrarle en la recepción de su madre. Pero al llegar a casa de la condesa tuvo el desagrado de saber que Jacobo tenía un fuerte dolor de cabeza que le retenía en la cama. Con razón o sin ella, creyó ver en esta circunstancia un acto de desdén, o cuando menos de mal humor para con ella. El aprecio de aquel joven de una vida tan poco ejemplar había llegado a serle repentinamente tan necesario, que la idea de dejarle por un tiempo indeterminado bajo una mala impresión, le era insoportable. En circunstancias excepcionales era mujer de resolución; reunió todo su valor, y tomando aparte a la condesa, le dijo:

-Pues bien, querida se?ora, creo que verdaderamente, he desesperado demasiado pronto de poder convencer a vuestro hijo... Anteayer vino a mi casa, y como no es muy visitador, creo que tenía algo serio que decirme... que quería hablarme del gran asunto del matrimonio. Desgraciadamente, yo no estaba sola... Lo siento mucho, sobre todo, si un buen pensamiento le hubiese llevado.

-Nada más probable, hija mía, pero, gracias a Dios, eso no es irreparable, si queréis, ?cuándo podrá encontraros, si llega a desear visitaros nuevamente?

-Si llega a desearlo...-replicó la se?ora de Maurescamp arrugando su frente en signo de reflexionar...-Pues bien, veamos... ma?ana a la tarde... después de comer... Justamente... ma?ana a la tarde no salgo...

-Yo lo informaré, y estad segura de que os adora.

La se?ora de Maurescamp pasó la ma?ana del día siguiente arrepentida amargamente del paso que había dado; su alma delicada y solitaria le reprochaba su avance. Si el se?or de Lerne no venía, ?qué mortificación! Si venía, ?no tendría derecho para creer en una cita? ?No llegaría a figurarse que la cuestión del casamiento no era más que un pretexto para encubrir una provocación audaz?

La tarde llegó; después de comer, el se?or de Maurescamp jugaba un rato con su hijo Roberto en el peque?o salón botón de oro, de su mujer, y en seguida iba, como era su costumbre, a fumar un cigarro al boulevard.

Juana continuó ejecutando febrilmente en el piano, una serie de valses y mazurcas, mientras que su hijo, vestido de blanco y con cinturón punzó, daba saltos con su aya inglesa y Toby. Oyendo abrir la puerta, dejó repentinamente de tocar; era un sirviente.

-?Recibe la se?ora condesa?

-Sí, ?quién está ahí?

-El se?or conde de Lerne, se?ora.

-Hacedle entrar.

Alzó a su hijo y le dio un beso, en seguida, sentose gravemente en un sillón teniéndolo en sus brazos como las madonas tienen a su bambino.

Jacobo de Lerne, al entrar, contempló aquel cuadro de santidad, que hubiera podido hacerle creer, al menos así se lo figuraba Juana, que las circunstancias eran más serias e importantes que lo que podría haberse imaginado. Sin embargo, pareció que no se había sorprendido, ni mostrose contrariado; púsose a acariciar a Roberto, cual si no lo hubiese llevado otro objeto. Después de algunos minutos, la se?ora de Maurescamp tomó el partido de mandarlo a acostar, puesto que no servía para otra cosa.

El ni?o acababa de salir, cuando una fuerte ráfaga de viento sacudió las persianas del salón.

-?Ah! ?Dios mío!-exclamó Juana-, ?oís? es una verdadera tempestad y nieva también, ?verdad?

-?Nieva mucho!-dijo Lerne-. Es muy agradable estar al lado de vuestro fuego, con un tiempo semejante...

-Cuando os digo-replicó Juana riendo-que sois un hombre casero.

-?Ah! ?en eso estamos! Pero, se?ora, decidme al fin, ?por qué deseáis tanto que me case? Tan, original idea no, puede ser vuestra... Si he comprendido bien el otro día, es mi madre quien os la ha sugerido.

-Sí, ciertamente.

-?Ah!-dijo-, es mi madre.

Quedose pensativo, después de un instante:

-Siento-a?adió-no poder hacer lo que mi madre y vos deseáis, pues ya lo he dicho, no quiero casarme.

-?Porque no hay en el mundo ninguna mujer digna de vos? Ya es sabido.

-?Por Dios, se?ora, permitidme explicaros...! Vos sabéis que en materia de religión las gentes que menos la practican son las más exigentes y más austeras. Con nada están satisfechas. Yo, os dicen ellas, si yo creyese, ya lo veríais... haría esto y lo otro... en fin, la perfección... Pues bien, yo soy lo mismo en materia de casamiento... Lo comprendo de tal manera, que creo que nadie es capaz de comprenderlo como yo... Esta es la razón por que no me caso.

-?Cómo lo comprendéis? Veamos-dijo la joven en un tono de una ligera ironía.

-Os reiríais de mí, si os lo dijese.

-Creo que no. Ensayad.

-Pues bien, se?ora, el matrimonio es para mí el amor por excelencia... Puede ser que el amor en el matrimonio sea un sue?o, pero es el mejor de los sue?os, y si alguna vez se realiza, aunque sea a medias, no debe haber en el mundo nada más agradable y elevado. Es el único que merezca verdaderamente el nombre de amor, porque es el único también al que la idea religiosa le da algo de eterno... El divorcio, de que se habla tanto este a?o, me desagrada por eso... Porque le quita al matrimonio el sentimiento de lo infinito... Ese sentimiento puede ser una traba para las almas vulgares o para los mal casados. Pero imaginaos dos seres que se han elegido antes de unirse, que se conocen bien, que se estiman, en fin, que se aman, y pensad cuánto debe a?adir a su felicidad la certidumbre de su duración sin fin. Es un camino encantado el que siguen aquellos dos seres. Viendo con arrobamiento que se pierde en los horizontes sin límites donde el cielo se confunde con la tierra... ?Os fastidio, se?ora?

-No-dijo Juana.

-Pues bien-a?adió el se?or de Lerne-, no me imagino una existencia más completa que la de esos viajeros, que son al mismo tiempo dos amigos. Su ser es doble. Todos sus sentimientos son más vivos, sus alegrías mayores; sus penas disminuyen. Si son inteligentes, como supongo, llegarán a serlo más. Si son honestos, serán mejores. Por su íntimo contacto, por el cambio continuo, por la tierna emulación y el deseo mutuo de no desmerecer uno de otro. En estos tiempos de perturbaciones por que pasamos, habría so?ado más que nunca en una unión de una intimidad sin igual entre dos seres igualmente generosos y delicados, apoyándose y fortificándose el uno al otro, para conservar a la vez el corazón elevado y los gustos puros... Para mantenerse fieles a sus antepasados, en cuanto al honor y a los viejos maestros, en cuanto al arte y poesía. Para admirar juntos lo que es eternamente bello y despreciar lo que no lo es, para refugiarse en las alturas como en un arca y hablar allí de todo lo que conmueve el corazón o el pensamiento de esta hora de los siglos, ?Qué más os diré?... para poner en común su creencia... o sus dudas. Para pensar alguna vez juntos en Dios, creer, buscarlo y llorarlo... ?Ya veis, se?ora, que todo esto es puramente locura!

La actitud de Juana, mientras escuchaba al se?or de Lerne, era encantadora; un poco inclinada hacia adelante, mirábale con sus grandes ojos admirados, cual si viese surgir ante ella una fuente de delicias, y sus labios se entreabrían como para beber en ella.

Guando hubo cesado de hablar, vio a la joven secar furtivamente una lágrima que corría por sus mejillas. Turbado él mismo, por un movimiento irreflexivo de simpática atracción, le tendió la mano.

Juana retiró suavemente la suya tomando un aire circunspecto.

-Perdón-dijo el joven-, creía que éramos amigos.

-Todavía no-articuló ella.

-?No tenéis confianza? ?Parezco yo un hombre que os hace la corte?

-Cada uno tiene su modo de hacerla-dijo ella con imperceptible sonrisa.

-Confesad que la mía sería singular.

Púsose a jugar con mano febril con algunos objetos que había sobre la mesa; sus ojos se detuvieron en una fotografía del peque?o Roberto; tomola y contemplola atentamente.

-Es lindo mi hijo, ?no es verdad?

-?Precioso! ?Por qué lo tomasteis en vuestros brazos cuando yo entré?

-No sé, por casualidad.

-No, no fue el acaso... Queríaisme decir con ello: Si vienes como amigo, enhorabuena; si vienes como enamorado, he aquí mi respuesta.

-Es verdad... ?No os parece buena?

-Ninguna otra puede ser mejor-replicó Jacobo cuya voz temblaba un poco-; y si algo me admira-prosiguió con extra?a animación-, es que las mujeres, en el momento de caer, no las detenga con más frecuencia el recuerdo de sus hijos... ?Creen ellas que no llegará un día en que sus hijos sepan por las habladurías de la gente, su conducta ligera o culpable? Y el hombre que no respeta a su madre, ?qué queréis que respete en el mundo? Faltándole el respeto a su madre, todo le falta, todo se desmorona... Ya no existe para él el mundo moral... Desde que no tiene fe en su madre, no la tiene en nada. Su vida es un desencanto eterno, y si las mujeres pudiesen ver lo que pasa en el corazón de un hijo desgraciado, en el momento que llega a saber... a sospechar de su madre...

El se?or de Lerne se detuvo oprimido por un sollozo.

Hizo el movimiento desesperado de un hombre que no puede contener sus impresiones, volvió la cabeza y cubrió sus ojos con sus manos.

Juana, como todo el mundo, había oído hablar de la juventud demasiado ligera de la condesa de Lerne; y comprendió.

Hubo un momento de penoso silencio. La se?ora de Maurescamp dejó violentamente su sillón y avanzando dos pasos tendió la mano al joven.

Jacobo se levantó de su asiento, sus ojos se encontraron, estrechó con fuerza la mano que se le tendía, saludó y salió.

Aquella brusca partida dejó inmóvil por un instante a la se?ora de Maurescamp; dio algunos pasos inciertos por el salón, y en seguida dejose caer en un confidente, entregada a la más profunda meditación, sosteniendo con la mano su cabeza y enjugando a intervalos las lágrimas que caían lentamente de sus ojos. ?Por qué lloraba? En la turbación en que aquella escena la había dejado, no se daba cuenta ella misma de sus lágrimas.

El sonido del timbre en el vestíbulo hízola repentinamente contraer sus cejas; algunos momentos después la puerta se abrió para dar paso al se?or de Monthélin.

-He sabido por el se?or de Maurescamp que no salíais hoy y me he atrevido...

-Sois muy amable... Acercaos al fuego, pues.

Una mirada había bastado al se?or de Monthélin para conocer que Juana había llorado. No era la primera vez que sorprendía un síntoma igual, en una mujer abandonada de su marido, y tenía por costumbre, no sin razón, augurar de ahí, favorablemente respecto a sus pretensiones.

Justamente en esos momentos, el se?or de Maurescamp, desertando del cuerpo coreográfico, hacía ostentación de sus relaciones con una amazona americana, Diana Grey, cuya aparición en el circo de Invierno había sido uno de los acontecimientos de la estación. Desde algunos días se la veía conducir alrededor del lago un par de caballos negros, cuya procedencia nadie ignoraba. El se?or de Monthélin creyó, pues, que aquella circunstancia debía tener alguna relación secreta con el estado de tristeza en que veía a la se?ora de Maurescamp.

El sobrenombre grotesco con que Jacobo de Lerne había gratificado al se?or de Monthélin puede hacer creer al lector que este personaje tenía algo de ridículo, pero nada menos que eso. Era, en efecto, un seductor muy serio y muy peligroso. Tenía para con las damas el prestigio singular de los hombres de buena fortuna; y parecíale menos vergonzoso el ser seducida por él que por algún otro. Era bien formado, alto y valiente, y sin tener lo que se llama talento, poseía, a fuerza de aplicación y gusto por su oficio, una habilidad temible para adivinar las ocasiones y aprovecharse de ellas. Sabía mejor que nadie, que hay en la vida de las mujeres esas horas de enervación y de presión moral, horas, por decirlo así, sin defensa, de las que un hombre de penetración y atrevido sabe sacar terribles ventajas. Es así como se explica que mujeres distinguidas lleguen a ser algunas veces presa de la más vulgar de las galanterías.

El se?or de Monthélin, que en su estrategia alrededor de la se?ora de Maurescamp, esperaba hacía mucho tiempo esa hora fatal con una paciencia y asiduidad felinas, juzgó que había llegado al fin. Después de algunos instantes de conversación banal, a la cual Juana prestaba una atención distraída y lánguida, acercó su silla al confidente donde estaba recostada y,

-Apenas me escucháis-dijo-. ?Qué tenéis?

-Nada.

-?Habéis llorado?

-Puede ser.

-?No soy vuestro viejo amigo, para recibir la confidencia de vuestras penas?

-Yo no tengo penas... No sé lo que tengo...

Tomole con firmeza las dos manos acercándose más y mirándola fijamente.

-?Pobre hija mía!-dijo a media voz-, ?si supieseis cuánto os amo!

Al mismo tiempo sintió Juana que el brazo de Monthélin rodeaba su cintura. Despertose como de un sue?o, levantose y rechazándole violentamente exclamó:

-?Ah, mi pobre se?or! Si supieseis qué mal momento habéis elegido.

No había como equivocarse sobre el acento de su voz y la expresión de su semblante, el sentimiento que la animaba era claramente el del desdén más frío e implacable. El se?or de Monthélin debió convencerse de que aquella ocasión habíala olfateado mal. Sólo le quedaba hacer una retirada honrosa.

-Creo-dijo-que el se?or de Lerne sale de aquí... Vamos ?él se venga, es en buena guerra!

-Tomó su sombrero, se inclinó profundamente y ganó la puerta.

Juana, al quedarse sola, comprendió por primera vez, el peligro real y odioso que había corrido casi inconscientemente. Diose cuenta de que en pocos días, tal vez en algunas horas, por desalientos, por indolencia, habría llegado a ser, sin amor, sin amistad, sin excusa, la víctima inerte y estúpida de aquel cobarde libertino. Comprendió cuan cerca se había hallado del borde de aquel abismo y lo lejos que de él se hallaba en aquel momento. Díjose que las lágrimas que había derramado eran lágrimas de felicidad; y como transportada de alegría, echando hacia atrás con sus dos manos su abundante cabellera, murmuró:

-?Estoy salvada!

            
            

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